Foto - La Voz del Interior - Martín Baez
El debate acerca de la llamada ley de medios se presenta bajo una disputa en torno de un motivo que históricamente irrumpe en el siglo XVII como la “madre de todas las batallas” por librar, y persiste hasta nuestros días de manera ininterrumpida; ese motivo es el de la libertad de pensamiento y expresión, cuya conquista nunca puede presumirse definitiva por tratarse de un bien frágil, en riesgo por su propia naturaleza y siempre pasible de ser deformado hasta designar con su nombre lo contrario de sí. Ninguna dictadura deja nunca de declarar la plena vigencia de la libertad de expresión, no obstante ser lo primero que vulnera.
La libertad de palabra es una de las grandes conquistas del liberalismo, incorporada a nuestra cultura política como uno de los derechos civiles de cuya vigencia depende la existencia del régimen democrático tal y como solemos entenderlo, y el bien común que se hallaría centralmente involucrado en la actual contienda acerca de los servicios audiovisuales. Sin embargo, lo que según mi entender se halla en juego con la urgencia de una nueva ley no es sólo, ni tanto, la garantía de la libertad referida al uso y la circulación pública de los significados sociales –siempre amenazada por el mercado, o por el Estado cuando se arroga el derecho de monopolizar el poder simbólico e ideológico que una sociedad produce (posibilidad que la nueva ley cancela al desidentificar Estado y gobierno)–, lo que se halla principalmente en juego es una demanda, esta vez no liberal sino democrática: la igualdad de palabra.
La sabiduría política griega preveía una institución cuya vigencia era la condición misma del régimen llamado democrático: precisamente la igualdad de palabra designada como isegoría, referida siempre al tiempo y las condiciones de su uso. Democrático en sentido antiguo no es otra cosa que el régimen que garantiza igual derecho a la expresión en la asamblea deliberativa, y democracia es la forma de vida colectiva en la que pobres, ignaros, jornaleros, tartamudos, artesanos, durante la deliberación pública usan la palabra en igual medida y por el mismo tiempo que quienes se hallan favorecidos por el dinero, la alcurnia, la retórica o el saber. Desde entonces sabemos que la definición de un régimen político depende en gran medida de las instituciones que afectan el lenguaje.
Tras la recuperación del estado de derecho en la Argentina, las libertades civiles y políticas (que debido a la fragilidad que les es propia ha sido necesario defender e instituir de manera ininterrumpida), sin ser suficientes, han prosperado no obstante de manera sustantiva. Sin embargo, no ha ocurrido lo mismo con otros derechos y otras demandas de carácter democrático, es decir derechos y demandas orientados a la producción de igualdad. Lo que hay de singularmente nuevo en la presente discusión (y contra lo que reaccionan los monopolios mediáticos, usurpando histéricamente el sintagma “libertad de expresión”) es un avance real, y con pocos precedentes en la ya no tan breve historia de nuestra democracia reciente, relativo a la igualdad de expresión o de palabra, donde igualdad significa: producción y conservación de las condiciones materiales que la hacen efectivamente posible, condiciones que el mercado no genera de manera espontánea sino que requieren de una decisión política. Contra todo pensamiento único, esa igualdad es lo que permite hacer visibles las diferencias e inscribir en la lengua pública la contienda de las ideas que animan al cuerpo social, incluso lo inconmensurable que hay en él.
Parece finalmente haber llegado el momento de un gran salto de calidad institucional y social referido al uso de la palabra (que por lo demás, en un sentido más profundo desborda siempre lo que una ley es capaz de implementar), y por tanto al estatuto de la lengua. Y resulta curioso cómo el argumento más repetido de quienes en cualquier época reaccionan contra cambios orientados a una mayor igualdad es que nunca es el momento (como se aducía por ejemplo insistentemente contra la ley con la que el Congreso sancionó el voto femenino el 9 de septiembre de 1947).
Ese salto de calidad supone la complementación de los imprescindibles derechos liberales –como el de la libertad de expresión– con derechos democráticos y sociales como el de la igualdad de expresión (pero no sólo), desde siempre postergados, bloqueados y malogrados en su irrupción por quienes separan la libertad de la democracia, vuelven una contra la otra, y así arruinan a ambas.
La libertad de palabra es una de las grandes conquistas del liberalismo, incorporada a nuestra cultura política como uno de los derechos civiles de cuya vigencia depende la existencia del régimen democrático tal y como solemos entenderlo, y el bien común que se hallaría centralmente involucrado en la actual contienda acerca de los servicios audiovisuales. Sin embargo, lo que según mi entender se halla en juego con la urgencia de una nueva ley no es sólo, ni tanto, la garantía de la libertad referida al uso y la circulación pública de los significados sociales –siempre amenazada por el mercado, o por el Estado cuando se arroga el derecho de monopolizar el poder simbólico e ideológico que una sociedad produce (posibilidad que la nueva ley cancela al desidentificar Estado y gobierno)–, lo que se halla principalmente en juego es una demanda, esta vez no liberal sino democrática: la igualdad de palabra.
La sabiduría política griega preveía una institución cuya vigencia era la condición misma del régimen llamado democrático: precisamente la igualdad de palabra designada como isegoría, referida siempre al tiempo y las condiciones de su uso. Democrático en sentido antiguo no es otra cosa que el régimen que garantiza igual derecho a la expresión en la asamblea deliberativa, y democracia es la forma de vida colectiva en la que pobres, ignaros, jornaleros, tartamudos, artesanos, durante la deliberación pública usan la palabra en igual medida y por el mismo tiempo que quienes se hallan favorecidos por el dinero, la alcurnia, la retórica o el saber. Desde entonces sabemos que la definición de un régimen político depende en gran medida de las instituciones que afectan el lenguaje.
Tras la recuperación del estado de derecho en la Argentina, las libertades civiles y políticas (que debido a la fragilidad que les es propia ha sido necesario defender e instituir de manera ininterrumpida), sin ser suficientes, han prosperado no obstante de manera sustantiva. Sin embargo, no ha ocurrido lo mismo con otros derechos y otras demandas de carácter democrático, es decir derechos y demandas orientados a la producción de igualdad. Lo que hay de singularmente nuevo en la presente discusión (y contra lo que reaccionan los monopolios mediáticos, usurpando histéricamente el sintagma “libertad de expresión”) es un avance real, y con pocos precedentes en la ya no tan breve historia de nuestra democracia reciente, relativo a la igualdad de expresión o de palabra, donde igualdad significa: producción y conservación de las condiciones materiales que la hacen efectivamente posible, condiciones que el mercado no genera de manera espontánea sino que requieren de una decisión política. Contra todo pensamiento único, esa igualdad es lo que permite hacer visibles las diferencias e inscribir en la lengua pública la contienda de las ideas que animan al cuerpo social, incluso lo inconmensurable que hay en él.
Parece finalmente haber llegado el momento de un gran salto de calidad institucional y social referido al uso de la palabra (que por lo demás, en un sentido más profundo desborda siempre lo que una ley es capaz de implementar), y por tanto al estatuto de la lengua. Y resulta curioso cómo el argumento más repetido de quienes en cualquier época reaccionan contra cambios orientados a una mayor igualdad es que nunca es el momento (como se aducía por ejemplo insistentemente contra la ley con la que el Congreso sancionó el voto femenino el 9 de septiembre de 1947).
Ese salto de calidad supone la complementación de los imprescindibles derechos liberales –como el de la libertad de expresión– con derechos democráticos y sociales como el de la igualdad de expresión (pero no sólo), desde siempre postergados, bloqueados y malogrados en su irrupción por quienes separan la libertad de la democracia, vuelven una contra la otra, y así arruinan a ambas.
* Profesor en la Universidad Nacional de Córdoba
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