Buenos Aires Económico - 20-10-2009
Por Ricardo Forster
Un país no es sólo aquello que materialmente lo ha constituido; su despliegue por la historia no se reduce a hechos fácticamente demostrables ni es exclusivamente el catálogo de acontecimientos que pueden merecer la crónica del historiador o del científico social. Un país es, también, los relatos que lo han ido articulando; es ese permanente litigio que lo atraviesa allí donde diversas narraciones compiten por ofrecerse como la expresión verdadera y última de aquello que fuimos, que somos o que deberíamos haber sido. Un país es, claro, sus mitos y sus leyendas, sus recuerdos y sus olvidos. Un país es su literatura, esas páginas en las que distintas escrituras intentaron desplegar sus diversas versiones de un derrotero inacabado. Hay un país trazado magistralmente por la pluma de Sarmiento así como hay otro país descrito por la gauchesca martinferrista; hay un país diseñado por la generación del ochenta y otro utopizado por los primeros anarquistas. Hay un país de vencidos y de vencedores, de portadores de la palabra hegemónica y de silenciados por el relato oficial. Hay un país que atesora el 17 de octubre como el punto de partida de sus sueños de justicia y otro que lo considera como el inicio de la decadencia. Hay varios países en el país, varios modos de comprendernos y de proyectarnos que no se han desplegado amablemente a lo largo de nuestra historia. No hemos sido propensos a los grises, por lo general nos hemos dejado tentar por los negros o blancos, como si en lo más profundo de nuestro itinerario como nación lo irresuelto siguiera persiguiendo nuestra actualidad. Somos un país de espectros que siguen susurrando entre nosotros, que nos siguen recordando lo que nunca acabamos de ser o de aquello otro que sigue insistiendo por nacer. Un país que recuerda las violencias brutales de quienes se sintieron dueños de los destinos del conjunto de la sociedad, de quienes siempre se sintieron como los pilares de la Patria y actuaron en consecuencia. Pero también hubo y hay un país de las resistencias, de las rebeldías y de las rebeliones, de los incontables y de los invisibles que buscan ser reconocidos. Me detuve en este rápido recorrido por algunas de las tramas de lo dicho y de lo no dicho, de lo incluido y de lo excluido porque, de un modo más que elocuente, en esta última semana nos hemos vuelto a confrontar con algo de esa historia que nos sigue atravesando, sabiendo que cada época resignifica de acuerdo con sus propias necesidades y sus propios prejuicios aquello que si bien viene desde otro momento histórico alcanza una nueva perspectiva cuando se la piensa desde el presente. Desde el sábado 10 a la madrugada, cuando el Senado de la Nación votó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, pasando por la irrupción maradoniana del miércoles en Montevideo hasta llegar al 17 de octubre, algo de ese aquelarre argentino se hizo presente, como si quisiera recordarnos que los grises no nos convienen, que el plano de los matices no suele ser el propio de las escrituras que narran lo que nos acontece. La ley de medios constituye, ya lo he escrito en otras oportunidades, un parte aguas, un giro más que importante en el presente argentino allí donde abre otras posibilidades y proyecta, de cara a lo que se viene, otros modos de intervención. Pero también ha sido la oportunidad, casi inédita, de discutir a fondo el entramado de comunicación, economía, cultura, tecnologías y política, como si hubiéramos podido abrir una caja de Pandora que permanecía cerrada. Logramos, a lo largo de meses de debate, no sólo que se promulgue la ley sino, tan importante como eso, se pudo abrir la democracia instalando la idea, central, de la igualdad de palabra junto con la de libertad de expresión, mostrando que ambas deben ir juntas y no separadas; del mismo modo que también se logró despegar a la comunicación de la lógica puramente mercantil y privada para desplegarla en el corazón del espacio público como un derecho humano esencial. A través del debate lo oscuro pudo ser iluminado del mismo modo que quedaron en evidencia qué intereses defendían las corporaciones. Pero también se puso en claro que la política sigue siendo un ámbito cruzado por la ideología y que los distintos actores políticos se colocaron, de acuerdo con su apoyo o rechazo de la ley, en el campo de lo democrático y popular o en el campo de las derechas restauracionistas. En el medio, y porque Discépolo nos sigue marcando a fuego, hubo voces y tránsfugas que siempre es mejor no tenerlos cerca de uno, y que, por esos locos giros de la realidad nacional, votaron una ley que nada tiene que ver con ellos ni con su ideología. Pero intentar descalificar un logro mayúsculo y democrático como ha sido la aprobación de la ley por amplísima mayoría (que supuso un interesante arco de acuerdos y consensos), es apenas un intento de golpe de efecto que rápidamente ha sido incluso descartado por sus mismos gestores. Queda una resaca en quienes se emborracharon con la certeza de una impunidad que comienza a acabárseles. Mientras todavía no se había acallado la euforia desatada esa madrugada de sábado nos encontramos con otro perfil de la vida argentina. Primero ese gol agónico de quien está tocado por los duendes que vuelven legendarias a ciertas personas, allí donde se moría el partido y las esperanzas de la selección parecían esfumarse; después el triunfo impensado, sufrido, en el Centenario y contra los hermanos-rivales de la otra orilla del Río de la Plata. Como si en esa definición precisa y elegante de Bolatti hubiera estado cifrada la gambeta nacida en Villa Fiorito, una gambeta que siguió su laberíntico camino hacia el mito y, por qué no, el calvario precisamente por serlo, algo de nuestra historia y de sus narraciones se hubiera manifestado ante todos nosotros. La historia de ese gol entramado con la más genuina poética del fútbol, esa que supo llevar hasta su máxima cumbre Maradona, y el grito orillero, insultante y desbordado de quien lleva bajo sus espaldas la gloria y el infierno. Como si Maradona les hubiese gritado a muchos de aquellos que no le perdonan sus impertinencias, sus acciones plebeyas, sus locas rebeldías y, más cerca nuestro, su apoyo a la recuperación pública del fútbol que, eso es algo demasiado evidente, queda estrechamente relacionada con el impulso que posibilitó la aprobación de la ley de medios. Maradona dejó de ser el héroe del ’86, el genio de la varita mágica para convertirse en un desaforado que utilizaba palabras cloacales para referirse al periodismo (como si muchos de esos mismos periodistas no fueran astutos esgrimistas de lenguajes soeces y no hubieran avanzado brutalmente contra el propio Maradona confinándolo al espacio de lo desechable). Ese Maradona desbocado reaccionó, también, contra la canalla, contra las prácticas de la humillación y la lapidación. Tal vez no hizo bien, quizás hubiera sido mejor elegir otras palabras, pero claro, como Maradona no es Reutemann, no es un hombre de fortuna y un candidato del establishment al que sí se le permitieron esas palabras luego rechazadas, su desahogo ofendió a muchos que no suelen ofenderse cuando la máquina despiadada del poder utiliza sus propios recursos retóricos para aniquilar cualquier oposición a sus intereses. Maradona guarda algo de un país que pocas veces logra encontrar la mesura; pero también expresa el grito de quienes, a lo largo de la mayor parte de la historia, nunca pudieron decir lo suyo. Algunos hubieran querido que fuera Pelé. Nosotros preferimos esa otra genealogía que lo une con los descamisados que metieron sus pies en la fuente de Plaza de Mayo un 17 de octubre.
Por Ricardo Forster
Un país no es sólo aquello que materialmente lo ha constituido; su despliegue por la historia no se reduce a hechos fácticamente demostrables ni es exclusivamente el catálogo de acontecimientos que pueden merecer la crónica del historiador o del científico social. Un país es, también, los relatos que lo han ido articulando; es ese permanente litigio que lo atraviesa allí donde diversas narraciones compiten por ofrecerse como la expresión verdadera y última de aquello que fuimos, que somos o que deberíamos haber sido. Un país es, claro, sus mitos y sus leyendas, sus recuerdos y sus olvidos. Un país es su literatura, esas páginas en las que distintas escrituras intentaron desplegar sus diversas versiones de un derrotero inacabado. Hay un país trazado magistralmente por la pluma de Sarmiento así como hay otro país descrito por la gauchesca martinferrista; hay un país diseñado por la generación del ochenta y otro utopizado por los primeros anarquistas. Hay un país de vencidos y de vencedores, de portadores de la palabra hegemónica y de silenciados por el relato oficial. Hay un país que atesora el 17 de octubre como el punto de partida de sus sueños de justicia y otro que lo considera como el inicio de la decadencia. Hay varios países en el país, varios modos de comprendernos y de proyectarnos que no se han desplegado amablemente a lo largo de nuestra historia. No hemos sido propensos a los grises, por lo general nos hemos dejado tentar por los negros o blancos, como si en lo más profundo de nuestro itinerario como nación lo irresuelto siguiera persiguiendo nuestra actualidad. Somos un país de espectros que siguen susurrando entre nosotros, que nos siguen recordando lo que nunca acabamos de ser o de aquello otro que sigue insistiendo por nacer. Un país que recuerda las violencias brutales de quienes se sintieron dueños de los destinos del conjunto de la sociedad, de quienes siempre se sintieron como los pilares de la Patria y actuaron en consecuencia. Pero también hubo y hay un país de las resistencias, de las rebeldías y de las rebeliones, de los incontables y de los invisibles que buscan ser reconocidos. Me detuve en este rápido recorrido por algunas de las tramas de lo dicho y de lo no dicho, de lo incluido y de lo excluido porque, de un modo más que elocuente, en esta última semana nos hemos vuelto a confrontar con algo de esa historia que nos sigue atravesando, sabiendo que cada época resignifica de acuerdo con sus propias necesidades y sus propios prejuicios aquello que si bien viene desde otro momento histórico alcanza una nueva perspectiva cuando se la piensa desde el presente. Desde el sábado 10 a la madrugada, cuando el Senado de la Nación votó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, pasando por la irrupción maradoniana del miércoles en Montevideo hasta llegar al 17 de octubre, algo de ese aquelarre argentino se hizo presente, como si quisiera recordarnos que los grises no nos convienen, que el plano de los matices no suele ser el propio de las escrituras que narran lo que nos acontece. La ley de medios constituye, ya lo he escrito en otras oportunidades, un parte aguas, un giro más que importante en el presente argentino allí donde abre otras posibilidades y proyecta, de cara a lo que se viene, otros modos de intervención. Pero también ha sido la oportunidad, casi inédita, de discutir a fondo el entramado de comunicación, economía, cultura, tecnologías y política, como si hubiéramos podido abrir una caja de Pandora que permanecía cerrada. Logramos, a lo largo de meses de debate, no sólo que se promulgue la ley sino, tan importante como eso, se pudo abrir la democracia instalando la idea, central, de la igualdad de palabra junto con la de libertad de expresión, mostrando que ambas deben ir juntas y no separadas; del mismo modo que también se logró despegar a la comunicación de la lógica puramente mercantil y privada para desplegarla en el corazón del espacio público como un derecho humano esencial. A través del debate lo oscuro pudo ser iluminado del mismo modo que quedaron en evidencia qué intereses defendían las corporaciones. Pero también se puso en claro que la política sigue siendo un ámbito cruzado por la ideología y que los distintos actores políticos se colocaron, de acuerdo con su apoyo o rechazo de la ley, en el campo de lo democrático y popular o en el campo de las derechas restauracionistas. En el medio, y porque Discépolo nos sigue marcando a fuego, hubo voces y tránsfugas que siempre es mejor no tenerlos cerca de uno, y que, por esos locos giros de la realidad nacional, votaron una ley que nada tiene que ver con ellos ni con su ideología. Pero intentar descalificar un logro mayúsculo y democrático como ha sido la aprobación de la ley por amplísima mayoría (que supuso un interesante arco de acuerdos y consensos), es apenas un intento de golpe de efecto que rápidamente ha sido incluso descartado por sus mismos gestores. Queda una resaca en quienes se emborracharon con la certeza de una impunidad que comienza a acabárseles. Mientras todavía no se había acallado la euforia desatada esa madrugada de sábado nos encontramos con otro perfil de la vida argentina. Primero ese gol agónico de quien está tocado por los duendes que vuelven legendarias a ciertas personas, allí donde se moría el partido y las esperanzas de la selección parecían esfumarse; después el triunfo impensado, sufrido, en el Centenario y contra los hermanos-rivales de la otra orilla del Río de la Plata. Como si en esa definición precisa y elegante de Bolatti hubiera estado cifrada la gambeta nacida en Villa Fiorito, una gambeta que siguió su laberíntico camino hacia el mito y, por qué no, el calvario precisamente por serlo, algo de nuestra historia y de sus narraciones se hubiera manifestado ante todos nosotros. La historia de ese gol entramado con la más genuina poética del fútbol, esa que supo llevar hasta su máxima cumbre Maradona, y el grito orillero, insultante y desbordado de quien lleva bajo sus espaldas la gloria y el infierno. Como si Maradona les hubiese gritado a muchos de aquellos que no le perdonan sus impertinencias, sus acciones plebeyas, sus locas rebeldías y, más cerca nuestro, su apoyo a la recuperación pública del fútbol que, eso es algo demasiado evidente, queda estrechamente relacionada con el impulso que posibilitó la aprobación de la ley de medios. Maradona dejó de ser el héroe del ’86, el genio de la varita mágica para convertirse en un desaforado que utilizaba palabras cloacales para referirse al periodismo (como si muchos de esos mismos periodistas no fueran astutos esgrimistas de lenguajes soeces y no hubieran avanzado brutalmente contra el propio Maradona confinándolo al espacio de lo desechable). Ese Maradona desbocado reaccionó, también, contra la canalla, contra las prácticas de la humillación y la lapidación. Tal vez no hizo bien, quizás hubiera sido mejor elegir otras palabras, pero claro, como Maradona no es Reutemann, no es un hombre de fortuna y un candidato del establishment al que sí se le permitieron esas palabras luego rechazadas, su desahogo ofendió a muchos que no suelen ofenderse cuando la máquina despiadada del poder utiliza sus propios recursos retóricos para aniquilar cualquier oposición a sus intereses. Maradona guarda algo de un país que pocas veces logra encontrar la mesura; pero también expresa el grito de quienes, a lo largo de la mayor parte de la historia, nunca pudieron decir lo suyo. Algunos hubieran querido que fuera Pelé. Nosotros preferimos esa otra genealogía que lo une con los descamisados que metieron sus pies en la fuente de Plaza de Mayo un 17 de octubre.
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