El autor analiza las razones que llevaron a la expansión descontrolada de la soja transgénica y el impacto que ello está produciendo en el medio ambiente, el empleo, la salud y el perfil productivo del país.
Por Alberto J. Lapolla*
El cultivo de soja transgénica forrajera ocupa ya más del 50 por ciento de la producción de granos y el 55 por ciento de la superficie agrícola sembrada, pero si en realidad consideráramos la superficie agrícola original de este proceso, allá por 1995, la expansión es muchísimo mayor. La superficie sembrada hoy con soja RR supera a toda el área sembrada en 1995. Esto implica que para llegar a los 35 millones de hectáreas actuales se debió ocupar una enorme cantidad de tierras históricamente destinadas a la ganadería, a la lechería, al monte frutal, a la horticultura, al monte virgen, a la apicultura, a la producción familiar, y a otros cultivos que fueron desplazados por la soja como el girasol, el maíz, la batata y el algodón. La superficie sojizada crece año a año a costa de otras producciones. Así, en 2004, la superficie agrícola total era de 27 millones de hectáreas mientras que hoy ya superamos las 35 millones, cifra equivalente al 12,5 por ciento de la superficie del país.
El pool sojero multinacional que controla y domina el “negocio” estima que para 2017 la superficie agrícola argentina orillará las 120 millones de hectáreas. Algo así como el 43 por ciento de la superficie nacional, un verdadero disparate ambiental y agronómico. La sojización desenfrenada, lejos de ser un hecho saludable, constituye un verdadero problema para la economía nacional y la protección de nuestro ecosistema agrícola.
Pero lo es también para la vida misma de nuestros habitantes. Sólo 19 naciones en el mundo permiten el cultivo de variedades transgénicas –es decir modificadas genéticamente (OGM)– de manera libre y sólo 5 lo permiten en gran escala: la Argentina es una de ellas, siendo la que posee la mayor superficie relativa de OGM sembrada de manera abierta en el mundo.
Peor aún, el 99 por ciento de la soja sembrada en nuestro país es transgénica. El saber científico actual, aportado por el estudio del genoma humano, ha demolido la teoría de base de la transgenia: “un gen una proteína”, sumiendo a los científicos empleados de las multinacionales en el desconcierto y el ocultamiento. De hecho desconocemos qué efectos puedan producir los OGM en el ecosistema global y en la salud humana, a mediano y largo plazo. La OMS ha señalado que desde 1995, fecha en que los cultivos transgénicos hicieron su irrupción, el 65 por ciento de las afecciones de la población mundial está relacionado con la alimentación.
■¡Ay Felipe!
Monsanto culminó el proceso de estabilización de la soja RR en 1993, ya en 1994 fue aprobada por el organismo correspondiente al control alimentario de los EE.UU., con la oposición de las Agencia Nacional Ambiental (USDA). Las fuertes presiones de la empresa lograron que al año siguiente, la USDA aprobara la liberación de la soja RR. Entre la estabilización de la soja RR y su lanzamiento al ecosistema mundial apenas transcurrieron dos o tres años, lapso insuficiente para evaluar efectos ambientales sobre el conjunto del ecosistema global a corto, mediano y largo plazo. Pero lo más grave que nos compete es que en 1995, el entonces secretario de Agricultura de Menem, Felipe Solá, autorizó la liberación de la soja RR en Argentina sin ningún estudio previo que avalara la decisión. De allí en más nada la ha detenido, produciendo graves efectos ambientales, sociales, sanitarios y estructurales.
Todo modelo basado en un monocultivo es esencialmente no sustentable y estructuralmente débil. Sin embargo, la expansión del monocultivo de soja transgénica trae aparejada otros serios problemas. El más importante radica en la degradación de nuestro sistema productivo: hemos dejado de ser un país productor de alimentos para pasar a ser un enclave productor de forraje, para que otras naciones produzcan carne. Somos productores de “pasto-soja”, para que China, India y la Unión Europea puedan criar de manera subsidiada a sus cerdos, aves y vacunos.
En este planteo neocolonial hemos llegado al extremo de venderle soja en grano a Chile para que produzca carne aviar y porcina y la exporte, mientras nosotros importamos ambos productos debido a la reducción drástica de las áreas y los stocks ganaderos producidos por la sojización. El aumento del precio de los alimentos como hortalizas, frutas, lácteos y los diferentes productos cárnicos –la carne ovina pasó de ser un sustituto barato de la carne vacuna a ser un producto de lujo– tiene relación directa con la caída constante del área destinada a su producción.
■Contaminación al por mayor
El otro elemento de extrema gravedad es la altísima contaminación ambiental que produce el sistema, ya que el mismo se basa en el uso masivo de agrotóxicos en forma permanente. No sólo glifosato, sino una larga lista de productos de altísima toxicidad, algunos prohibidos en los países centrales. En la última campaña se usaron alrededor de 220 millones de litros de glifosato, de 23 a 29 millones de litros de 2-4-D, cerca de 7 millones de litros de endosulfán y casi el mismo volumen de atrazina y un volumen menor de diquat y paraquat, llegando a un total de alrededor de 150 mil toneladas de plaguicidas y 1,3 millones de toneladas de fertilizantes, con efectos acumulativos y exponencialmente crecientes desde 1996 hasta la fecha. Tanto el 2-4-D, el diquat, el paraquat, el endosulfán sumados a los coadyudantes y acompañantes del glifosato, son productos altamente cancerígenos. Recientes estudios del Instituto Curie francés, llevados adelante por Robert Bellé, confirman que el glifosato en su forma comercial más habitual, el Round-up, es disparador de los mecanismos formadores del cáncer.
Otro aspecto del problema es la pérdida de la fertilidad de los suelos. Cada cosecha implica una enorme extracción de nutrientes que salen con los granos y que no son repuestos. Para producir una tonelada de grano la soja extrae 16 kg/ha de calcio, 9 kg de magnesio, 7 kg de azufre, 8 kg de fósforo, 33 kg de potasio y 80 kg de nitrógeno. Esta exacción afecta la fertilidad actual del suelo y al repetirse en un ciclo continuo y prolongado, afecta también su fertilidad potencial. Con el agravante que la fertilización química produce contaminación, mientras que la restauración natural de la fertilidad no lo hace y tiene mucho menor costo.
■La soja destruye empleo y producción
Cada 500 hectáreas de soja RR genera un solo puesto de trabajo, destruyendo 9 de cada 10 empleos efectivos. La razón es que el tiempo de labranza de la soja transgénica es de 40 minutos/hombre/Ha, contra 180 del sistema tradicional. En cambio 100 hectáreas destinadas a la agricultura familiar producen 35 puestos reales, sin contaminación. Esta bajísima demanda laboral explica que hoy los trabajadores rurales apenas lleguen a 1,3 millón, con el agravante de que sólo un tercio trabaja en blanco.
La sojización también destruye la pequeña producción. Ante los márgenes de ganancia de la soja RR y sin intervención estatal que cambie la ecuación –el “mercado” jamás lo hará– dejan de ser viables la huerta, el monte frutal, la apicultura, la ganadería, el monte artificial, la producción lechera, porcina o apícola. Algunas por competencia, otras simplemente por cercanía a los vuelos u aplicaciones terrestres de glifosato que por ser un herbicida total destruye todo tipo de plantaciones.
Tampoco es rentable la soja RR para superficies menores de 300, 350 y hasta 500 has según la región, por lo cual los pequeños y medianos agricultores deben arrendar o vender sus campos. Esto ya produjo la desaparición de casi 180.000 productores entre 1990 y 2002.
Por último, la sojización ha arrasado el monte nativo, hasta prácticamente su eliminación total. En América latina se han perdido 21 millones de hectáreas de bosque, de los cuales 14 millones corresponden a la Argentina. Todo ello para producir riqueza para un sector minúsculo de la población: 80.000 productores sojeros, sobre 330.000 productores agrarios y 40 millones de argentinos.
■Qué hacer
Es necesario un Plan Nacional Agropecuario que organice una salida gradual de la sojización, basado en el repoblamiento rural, con entrega de tierras. Con políticas activas de apoyo de la producción familiar, recuperando la producción natural de alimentos como base del campo argentino. Además de aplicar justas retenciones, es necesario penalizar la exportación de grano, aceite o torta de soja, estimulando la agregación de valor. Hay que recuperar las producciones debilitadas como la ganadería, la lechería y la horticultura. Se deben prohibir las fumigaciones cercanas a los poblados y se deben reducir drásticamente las aplicaciones excesivas e innecesarias de herbicidas y pesticidas, generando políticas de depuración y recuperación ambiental regionales.
Este primer paso obligaría a alternar rotaciones agrícolas-ganaderas y rotaciones de cultivos, mejorando la situación ecológica en general. Es necesario reducir el área de soja RR. Los argentinos no necesitamos la soja RR para nuestro desarrollo, su expansión descontrolada ha sido una imposición del “mercado mundial”. Es posible recuperar una política soberana de desarrollo nacional y agropecuario.
*Ingeniero Agrónomo genetista. Director del Instituto de Estudios y Formación de la CMP.
Por Alberto J. Lapolla*
El cultivo de soja transgénica forrajera ocupa ya más del 50 por ciento de la producción de granos y el 55 por ciento de la superficie agrícola sembrada, pero si en realidad consideráramos la superficie agrícola original de este proceso, allá por 1995, la expansión es muchísimo mayor. La superficie sembrada hoy con soja RR supera a toda el área sembrada en 1995. Esto implica que para llegar a los 35 millones de hectáreas actuales se debió ocupar una enorme cantidad de tierras históricamente destinadas a la ganadería, a la lechería, al monte frutal, a la horticultura, al monte virgen, a la apicultura, a la producción familiar, y a otros cultivos que fueron desplazados por la soja como el girasol, el maíz, la batata y el algodón. La superficie sojizada crece año a año a costa de otras producciones. Así, en 2004, la superficie agrícola total era de 27 millones de hectáreas mientras que hoy ya superamos las 35 millones, cifra equivalente al 12,5 por ciento de la superficie del país.
El pool sojero multinacional que controla y domina el “negocio” estima que para 2017 la superficie agrícola argentina orillará las 120 millones de hectáreas. Algo así como el 43 por ciento de la superficie nacional, un verdadero disparate ambiental y agronómico. La sojización desenfrenada, lejos de ser un hecho saludable, constituye un verdadero problema para la economía nacional y la protección de nuestro ecosistema agrícola.
Pero lo es también para la vida misma de nuestros habitantes. Sólo 19 naciones en el mundo permiten el cultivo de variedades transgénicas –es decir modificadas genéticamente (OGM)– de manera libre y sólo 5 lo permiten en gran escala: la Argentina es una de ellas, siendo la que posee la mayor superficie relativa de OGM sembrada de manera abierta en el mundo.
Peor aún, el 99 por ciento de la soja sembrada en nuestro país es transgénica. El saber científico actual, aportado por el estudio del genoma humano, ha demolido la teoría de base de la transgenia: “un gen una proteína”, sumiendo a los científicos empleados de las multinacionales en el desconcierto y el ocultamiento. De hecho desconocemos qué efectos puedan producir los OGM en el ecosistema global y en la salud humana, a mediano y largo plazo. La OMS ha señalado que desde 1995, fecha en que los cultivos transgénicos hicieron su irrupción, el 65 por ciento de las afecciones de la población mundial está relacionado con la alimentación.
■¡Ay Felipe!
Monsanto culminó el proceso de estabilización de la soja RR en 1993, ya en 1994 fue aprobada por el organismo correspondiente al control alimentario de los EE.UU., con la oposición de las Agencia Nacional Ambiental (USDA). Las fuertes presiones de la empresa lograron que al año siguiente, la USDA aprobara la liberación de la soja RR. Entre la estabilización de la soja RR y su lanzamiento al ecosistema mundial apenas transcurrieron dos o tres años, lapso insuficiente para evaluar efectos ambientales sobre el conjunto del ecosistema global a corto, mediano y largo plazo. Pero lo más grave que nos compete es que en 1995, el entonces secretario de Agricultura de Menem, Felipe Solá, autorizó la liberación de la soja RR en Argentina sin ningún estudio previo que avalara la decisión. De allí en más nada la ha detenido, produciendo graves efectos ambientales, sociales, sanitarios y estructurales.
Todo modelo basado en un monocultivo es esencialmente no sustentable y estructuralmente débil. Sin embargo, la expansión del monocultivo de soja transgénica trae aparejada otros serios problemas. El más importante radica en la degradación de nuestro sistema productivo: hemos dejado de ser un país productor de alimentos para pasar a ser un enclave productor de forraje, para que otras naciones produzcan carne. Somos productores de “pasto-soja”, para que China, India y la Unión Europea puedan criar de manera subsidiada a sus cerdos, aves y vacunos.
En este planteo neocolonial hemos llegado al extremo de venderle soja en grano a Chile para que produzca carne aviar y porcina y la exporte, mientras nosotros importamos ambos productos debido a la reducción drástica de las áreas y los stocks ganaderos producidos por la sojización. El aumento del precio de los alimentos como hortalizas, frutas, lácteos y los diferentes productos cárnicos –la carne ovina pasó de ser un sustituto barato de la carne vacuna a ser un producto de lujo– tiene relación directa con la caída constante del área destinada a su producción.
■Contaminación al por mayor
El otro elemento de extrema gravedad es la altísima contaminación ambiental que produce el sistema, ya que el mismo se basa en el uso masivo de agrotóxicos en forma permanente. No sólo glifosato, sino una larga lista de productos de altísima toxicidad, algunos prohibidos en los países centrales. En la última campaña se usaron alrededor de 220 millones de litros de glifosato, de 23 a 29 millones de litros de 2-4-D, cerca de 7 millones de litros de endosulfán y casi el mismo volumen de atrazina y un volumen menor de diquat y paraquat, llegando a un total de alrededor de 150 mil toneladas de plaguicidas y 1,3 millones de toneladas de fertilizantes, con efectos acumulativos y exponencialmente crecientes desde 1996 hasta la fecha. Tanto el 2-4-D, el diquat, el paraquat, el endosulfán sumados a los coadyudantes y acompañantes del glifosato, son productos altamente cancerígenos. Recientes estudios del Instituto Curie francés, llevados adelante por Robert Bellé, confirman que el glifosato en su forma comercial más habitual, el Round-up, es disparador de los mecanismos formadores del cáncer.
Otro aspecto del problema es la pérdida de la fertilidad de los suelos. Cada cosecha implica una enorme extracción de nutrientes que salen con los granos y que no son repuestos. Para producir una tonelada de grano la soja extrae 16 kg/ha de calcio, 9 kg de magnesio, 7 kg de azufre, 8 kg de fósforo, 33 kg de potasio y 80 kg de nitrógeno. Esta exacción afecta la fertilidad actual del suelo y al repetirse en un ciclo continuo y prolongado, afecta también su fertilidad potencial. Con el agravante que la fertilización química produce contaminación, mientras que la restauración natural de la fertilidad no lo hace y tiene mucho menor costo.
■La soja destruye empleo y producción
Cada 500 hectáreas de soja RR genera un solo puesto de trabajo, destruyendo 9 de cada 10 empleos efectivos. La razón es que el tiempo de labranza de la soja transgénica es de 40 minutos/hombre/Ha, contra 180 del sistema tradicional. En cambio 100 hectáreas destinadas a la agricultura familiar producen 35 puestos reales, sin contaminación. Esta bajísima demanda laboral explica que hoy los trabajadores rurales apenas lleguen a 1,3 millón, con el agravante de que sólo un tercio trabaja en blanco.
La sojización también destruye la pequeña producción. Ante los márgenes de ganancia de la soja RR y sin intervención estatal que cambie la ecuación –el “mercado” jamás lo hará– dejan de ser viables la huerta, el monte frutal, la apicultura, la ganadería, el monte artificial, la producción lechera, porcina o apícola. Algunas por competencia, otras simplemente por cercanía a los vuelos u aplicaciones terrestres de glifosato que por ser un herbicida total destruye todo tipo de plantaciones.
Tampoco es rentable la soja RR para superficies menores de 300, 350 y hasta 500 has según la región, por lo cual los pequeños y medianos agricultores deben arrendar o vender sus campos. Esto ya produjo la desaparición de casi 180.000 productores entre 1990 y 2002.
Por último, la sojización ha arrasado el monte nativo, hasta prácticamente su eliminación total. En América latina se han perdido 21 millones de hectáreas de bosque, de los cuales 14 millones corresponden a la Argentina. Todo ello para producir riqueza para un sector minúsculo de la población: 80.000 productores sojeros, sobre 330.000 productores agrarios y 40 millones de argentinos.
■Qué hacer
Es necesario un Plan Nacional Agropecuario que organice una salida gradual de la sojización, basado en el repoblamiento rural, con entrega de tierras. Con políticas activas de apoyo de la producción familiar, recuperando la producción natural de alimentos como base del campo argentino. Además de aplicar justas retenciones, es necesario penalizar la exportación de grano, aceite o torta de soja, estimulando la agregación de valor. Hay que recuperar las producciones debilitadas como la ganadería, la lechería y la horticultura. Se deben prohibir las fumigaciones cercanas a los poblados y se deben reducir drásticamente las aplicaciones excesivas e innecesarias de herbicidas y pesticidas, generando políticas de depuración y recuperación ambiental regionales.
Este primer paso obligaría a alternar rotaciones agrícolas-ganaderas y rotaciones de cultivos, mejorando la situación ecológica en general. Es necesario reducir el área de soja RR. Los argentinos no necesitamos la soja RR para nuestro desarrollo, su expansión descontrolada ha sido una imposición del “mercado mundial”. Es posible recuperar una política soberana de desarrollo nacional y agropecuario.
*Ingeniero Agrónomo genetista. Director del Instituto de Estudios y Formación de la CMP.
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