viernes, 25 de febrero de 2011

Una política pública nacional y popular en materia de seguridad humana


por Eduardo Luis Aguirre*

La edición del pasado 16 de diciembre del diario Página 12 daba cuenta de la creación del flamante Ministerio de Seguridad de la Nación y recogía impresiones de primera mano: “Un fuerte abrazo de la presidenta Cristina Fernández con Nilda Garré selló la asunción de la primera ministra de Seguridad del kirchnerismo”. Las cámaras y micrófonos acosaron a la mujer que estará al frente de uno de los temas más calientes de la agenda política. “Somos garantistas y eso significa también que el derecho a la seguridad es un derecho que se les debe garantizar a todos los ciudadanos”, repitió apenas terminó la ceremonia de asunción en la Casa Rosada. Confirmó que la fiscal Cristina Caamaño, la encargada de investigar el asesinato de Mariano Ferreyra, será su secretaria de Seguridad, es decir la responsable del control directo de la Policía Federal, la Gendarmería, la Prefectura y la Policía de Seguridad Aeroportuaria. “La represión no es el recurso para la solución de los conflictos que se presentan en las sociedades”, advirtió Garré a modo de sentencia.
El sitio web del ILSED (Instituto Latinoamericano para la Seguridad Democrática), reivindicaba su rol de organización asesora del Gobierno Nacional en materia de políticas públicas de seguridad, y una euforia razonable, esperanzada, ganaba a organizaciones sociales y de DDHH, académicos y militantes, frente a lo que significaba una definición macropolítica sin precedentes en la Argentina.
El desafío actual del Gobierno Nacional y Popular es articular una estrategia holística y unitaria en materia político criminal, reivindicando el rol de los expertos y demarcando con precisión las incumbencias de los operadores del sistema, para aventar interesadas confusiones en las que a diario intenta hacernos caer el pensamiento conservador argentino, siempre proclive a echar mano al insumo regresivo de la “inseguridad” para afectar la gobernabilidad de las instituciones republicanas.
En primer lugar, es necesario dejar atrás todos y cada uno de los fallidos intentos por “negociar” cualquier tipo de autonomización de las policías. Los hechos recientes demuestran que el formato ideológico y las prácticas corporativas de una policía que no se acerca en modo alguno a un organismo de proximidades, sino que se comporta como una fuerza de ocupación, así parecen certificarlo.
El Poder Judicial, por otra parte, ha producido una importante renovación en los últimos años a partir de los pronunciamientos de una Corte Suprema de inédito prestigio. Pero sigue siendo el único poder no elegido por el pueblo. Por ende, la aporía de un neodecisionismo judicial o “gobierno de los jueces”, no aparece como un debate prioritario en el horizonte de las más urgentes preocupaciones gubernamentales, lo que resulta, obvio es remarcarlo, de toda lógica. Pero, en cualquier caso, es necesario recordar que la función de la agencia judicial no es proveer a la seguridad de los ciudadanos, sino, por el contrario, contener el poder punitivo del Estado para saldar definitivamente la tensión existente entre el estado de Policía y el Estado Constitucional de Derecho. O sea, un Estado garantista. No se puede, vale aclararlo otra vez, “no ser garantista”, porque ser garantista significa, fundamentalmente, acatar el paradigma de la Constitución y no serlo implica, lisa y llanamente, incumplir con el Programa de la Carta Magna argentina.
Lo que sí comparten la agencia judicial y el Poder Ejecutivo, es la obligación impostergable de acertar en el diagnóstico en materia de Seguridad Humana. Para ello, es necesario advertir no solamente las fuerzas en pugna, sus retóricas y contenidos, sino los resultados y calamitosas consecuencias de aplicar durante años concepciones binarias y militarizadas en materia securitaria.
La justificación de la represión, con provocaciones tales como la célebre conclusión que pretende reinstaurar la Ley del Talión (“el que mata debe morir”), de la justicia por mano propia, de la mano dura, el cuestionamiento a los DDHH como categoría política y su indiferenciación con los delitos de calle o de subsistencia, configuran el nuevo entramado de un paisaje social atravesado como nunca antes por la conflictividad en todas sus formas.
Para intentar entender por qué estas gramáticas y narrativas predecimonónicas, de inusitada violencia, se han instalado en el sistema de creencias de la sociedad argentina, podríamos recurrir al concepto de las “sociedades contrademocráticas”, que describe el politólogo Pierre Rosanvallón. Se trata de nuevas sociedades basadas en consensos efímeros, sostenidas por la enemistad y la desconfianza como articuladores de un nuevo orden que interpela a las instancias oficiales desde el clamor de la inseguridad, entendida únicamente como la posibilidad de ser víctima de un delito predatorio.
Las inéditas transformaciones en la cultura del control del delito y de la justicia penal, las fuerzas políticas, culturales y sociales que los han generado, y el deterioro del paradigma resocializador del correccionalismo en los últimos 20 o 30 años, han reforzado esta nueva forma de asumir la conflictividad.
Estos cambios no afectan solamente las instituciones de la justicia penal: alteran el lugar del delito en el paisaje social y modifican su significado cultural, como lo advierte David Garland.
Problematizar y comprender los discursos y prácticas de control social punitivo remiten no tanto a la delincuencia y el delito como a la violencia como forma de resolver las diferencias y los conflictos. La crisis del ideal resocializador postwelfarista, además, va acompañada de un corrimiento y devaluación del rol de los expertos. El nuevo “sentido común” somete a escrutinio la violencia y extrae sus conclusiones irracionales de la “opinión” pública, transformando al crimen en un insumo de capitalización política que permite ganar elecciones o gobernar desde el delito. El “delito”, o más propiamente, “la delincuencia”, adquiere una relevancia social inusitada como (nuevo) articulador de la vida cotidiana.
Esto amerita un acelerado análisis de los denominados tropos discursivos (“sólo se fijan en los DDHH de los delincuentes”, es, sin duda, uno de los más recurrentes) y de las narraciones y discursos antiwelfaristas e inocuizadores.
También de la reinvención de la cárcel. La idea conservadora de que “la cárcel funciona”, instalada en el centro del imaginario colectivo intenta legitimar la mayoría de estas proclamas. El encarcelamiento masivo de los últimos años y una generalizada cultura del control es una respuesta a los problemas sociales que caracterizan a la modernidad tardía.
Mientras tanto, algunas cifras permanecen invisibilizadas o, peor aún, se naturalizan: el total de muertes producidas en estos casi cinco años en contextos de encierro, en el país, es de (518) personas, según datos que publica el CEPOC.
Los desafíos del Gobierno, en consecuencia, no son sencillos. Hasta ahora, ha sorteado con éxito, durante siete años, la tentación de responder a la conflictividad mediante la violencia institucional. Cuando no pudo hacerlo, se puso de manifiesto la imposibilidad de convivir con fuerzas de seguridad ajenas al control de la sociedad civil. Con todo, comprender al conflicto como un patrimonio y no como un problema supone un avance fenomenal, que permite legitimar y reivindicar a la protesta social como el primer derecho.
De la misma manera, el problema de la seguridad humana no es tecnológico ni presupuestario, sino eminentemente cultural, y se resuelve profundizando los cambios ya producidos, con mayor inclusión social, aspirando a un derecho penal de mínima intervención y a la multiplicación de estrategias comunitarias no violentas de resolución de los conflictos.

*Docente e Investigador de la UNLPam

Imagen: Alfonso Pérez Soriano: "Represión"

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